La Resurrección del Señor

Espiritualidad digital – Brevísima homilía diaria, por José-Fernando Rey Ballesteros

ESPIRITUALIDAD DIGITAL

Malditas prisas

Quizá en la misa dominical transcurre más tiempo entre el momento de la comunión y el «podéis ir en paz» con que el sacerdote concluye la celebración. La comunión se alarga por la afluencia de fieles, después el párroco os castiga con los consabidos avisos, etc. Pero, en los días laborables, cuando la Misa termina, apenas hace dos o tres minutos que hemos comulgado. Y el cuerpo de Cristo permanece en el nuestro durante cerca de diez minutos, que es lo que tarda la Hostia en disolverse. Durante ese tiempo, somos sagrarios vivientes. ¿Por qué salen tantos de estampida al finalizar la Misa?

Es mi Padre el que os da el verdadero pan del cielo. Porque el pan de Dios es el que baja del cielo y da vida al mundo. Sin mucho esfuerzo damos las gracias a cualquiera por cualquier favor, como se las doy yo a Pedro, el dueño del estanco, cuando, de vez en cuando, me regala un mechero. ¿No podemos permanecer unos minutos en la iglesia, al finalizar la Misa, para agradecer a Jesús el don de su cuerpo mientras aún está en nosotros, y para saborear tan delicioso manjar? ¿Tanto tenemos que hacer?

Malditas prisas.

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¿Qué buscas al comulgar?

Como aquella vez en Cafarnaún, cuando, tras sanar Jesús a la suegra de Pedro y a multitud de enfermos, el pueblo entero amaneció buscando al Señor, así ahora, tras multiplicar Jesús los panes y los peces, multitudes se embarcaron y fueron a Cafarnaún en busca de Jesús. Son los mismos que, el día anterior, quisieron hacerle rey. Sus miras eran estrechas y terrenas. Querían un rey que alimentase al pueblo. Pero Cristo no ha venido al mundo con esa misión.

Me buscáis no porque habéis visto signos, sino porque comisteis pan hasta saciaros. Trabajad no por el alimento que perece, sino por el alimento que perdura para la vida eterna. Cristo ha venido a entregar vida eterna al hombre; al saciado y al hambriento. Pero muchos hombres prefieren llenar el vientre a saciar el alma.

En cuanto a nosotros, al comulgar con hostias tan pequeñas, nadie duda de que no buscamos saciar el hambre del cuerpo. Pero ¿qué buscamos al comulgar? ¿Discernimos el cuerpo y la sangre de Cristo? ¿Abrimos de par en par el alma, para que la comunión no quede reducida a mera deglución? ¿Dejamos que el Señor entre hasta el fondo y sacie nuestra hambre más profunda?

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El resucitado hambriento

Patidifuso me quedo cada vez que conozco a un cristiano a quien no le gusta comer. Ya sé que tiene que haber gente para todo, pero me cuesta entender a esas personas. ¿Cómo gozarán en el banquete celeste si sólo se piden una lechuga y una botellita de agua? Bueno, no tengo por qué entenderlo todo. Allá ellos.

Personalmente, me gusta comer y beber. Me gusta, sobre todo, comer y beber con buenos amigos. No me avergüenzo. Y me encanta comprobar que Jesús resucitó con un hambre terrible.

Les dijo: «¿Tenéis ahí algo de comer?» Ellos le ofrecieron un trozo de pez asado. Él lo tomó y comió delante de ellos. Por eso los apóstoles dieron testimonio de haber comido y bebido con el Resucitado.

A ese banquete nos sumamos en la Misa. Allí comemos y bebemos a lo grande con el mejor de los amigos. Y, como es banquete de bodas, también, a besos, lo devoramos a Él. Pero, a diferencia de cualquier otro banquete, la Misa siempre nos deja con hambre. Tras haber gozado ese manjar, queremos todavía más. No estaremos satisfechos hasta que el velo se rasgue y nuestros ojos, ya resucitados, vean el rostro del Novio.

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El cielo al alcance del alma

Es preciso que nos convenzamos de que, una vez que Cristo, en su resurrección, ha hecho saltar en pedazos la muerte, el cielo está cerca, muy cerca de nosotros. No es fácil, seguimos imaginando el cielo como un lugar misterioso y lejano. Y es misterioso, sí, pero no lejano. Lo tenemos tan cerca que casi lo tocamos con el cuerpo y ya lo acariciamos con el alma. Durante la santa Misa, tan cerca de nosotros está el cielo que apenas nos separa de él un velo finísimo, la frágil apariencia de pan y vino. Pero en el alma en gracia el velo ha caído. Basta con recogerse en oración para entrar en los gozos del Paraíso.

Querían recogerlo a bordo, pero la barca tocó tierra enseguida, en el sitio adonde iban. Nos sucede como a ellos. Veían a Cristo caminar sobre las aguas, y les parecía que la orilla estaba lejos. Pero, apenas quisieron recogerlo, se vieron en la playa de repente.

Así nosotros. Jesús está a nuestro lado, notamos su aliento en nosotros. Pero, a la vez, Él está del otro lado, está en el cielo. Y, apenas queremos abrazarlo, somos nosotros quienes alcanzamos el Paraíso. Estaba aquí mismo.

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¡Canastos!

Me hace gracia la traducción oficial del Evangelio al castellano. Leo que, tras la multiplicación de los panes, los discípulos recogieron los pedazos sobrantes y llenaron doce canastos. Jajaja, perdonadme, pero, por mi edad, me acuerdo del Oso Yogui, cuando robaba los «canastos» de los excursionistas. También recuerdo los tebeos de mi infancia, donde «¡Canastos!» era una exclamación frecuente.

Y, con todo, esos «canastos» son el precedente de nuestros sagrarios. En ellos se guarda la reserva del Pan de vida, y frente a ellos aprendemos que la Eucaristía no sólo se come con la boca; también se come con los ojos. Igual que algunos enamorados se devoran con la mirada, así devoramos amorosamente al Señor cuando fijamos la vista en el sagrario.

¿Qué ves, cuando miras un sagrario? No es un televisor… ¿por qué pasas una hora entera con los ojos en él? Porque, aunque los ojos no ven nada, al fijar la vista en sus puertas, el alma se adentra, traspasa sus paredes, se introduce en el copón, taladra la apariencia de pan y se asienta en su Señor, realmente presente en el tabernáculo. Gozo yo más mirando a un sagrario que el Oso Yogui con todos sus canastos.

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Los que dejan bien a Dios

Prosigamos donde lo dejamos ayer. ¿Por qué sufrir con cariño y paciencia a quienes os odien por ser cristianos?

Entre otros motivos, por compasión. Quienes no conocen ni aman a Cristo tienen que vivir sin Él, y no es fácil vivir sin Cristo.

El mundo no se fía de Cristo ni de la Iglesia. En Cristo, sencillamente, no cree; y la Iglesia no le parece fiable. ¿Cómo va el mundo a fiarse de la Iglesia cuando le están gritando, en tantos medios de comunicación, que la Iglesia es un nido de corruptos y pervertidos anclados en tiempos ancestrales y enemigos del «progreso»?

De lo que ha visto y ha oído da testimonio, y nadie acepta su testimonio. El que acepta su testimonio certifica que Dios es veraz. Sin embargo, a la hora de la verdad, puede más el testimonio de un santo que todas las campañas mediáticas del Maligno. En el santo se comprueba que el cristianismo, cuando lo abrazas, te hace feliz y te levanta sobre todo. Pueden más diez minutos junto a un santo que diez horas de televisión.

Pocos ateos se han convertido leyendo. Pero muchos se convirtieron al conocer y tratar de cerca a un santo.

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Amadlos, aunque os odien

Ha habido épocas –no muchas– en las que ser cristiano estaba bien visto. Y la tentación, entonces, era la hipocresía. Muchos necios se hacían pasar por santos para ser populares, y también, por desgracia, algunos santos fueron tenidos por necios. En nuestros días, en Occidente, ser cristiano no significa, precisamente, ser popular. Y la tentación es la cobardía, el silencio con que muchos guardan su cristianismo en la intimidad para no ser etiquetados y poder gozar de popularidad.

No caigáis en esa tentación. No tengáis miedo de mostraros como cristianos, con naturalidad, sin rarezas ni excentricidades. Pero tampoco os extrañe que muchos, al saber que amáis a Cristo, os detesten. Pues todo el que obra el mal detesta la luz, y no se acerca a la luz, para no verse acusado por sus obras.

Compadeceos de ellos y queredlos, no los juzguéis. Si se rebelan contra vosotros es, sencillamente, porque los dejáis mal; ponéis en evidencia su pecado con vuestra vida, y por eso os odian.

Haced con ellos como hizo el Señor. Tratad de redimirlos amándolos y sufriendo mansa y pacientemente su odio. Y evitad, a toda costa, buscar sólo la compañía de quienes comparten vuestra fe. Sed valientes.

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